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Armando Reverón | Paseo por el parque

Más uno bricolero

Carlos Márquez

Me invita Laura Arciniegas a hablar acerca de mi experiencia como más uno. Bien, lo primero que voy a decir es lo que se sabe. «Más uno» es una función. Una función que tiene que ver con los nudos, una función que hace que los cordeles puedan estar juntos. Como es una función que tiene que ver con el carácter público de la formación que dispensa la escuela, esa función debe estar encarnada en alguien que debe hacerse responsable por eso, que por decirlo así ostenta el título de «más uno» como una función política en una escuela. Se encarga de inscribir el cartel, de organizar las reuniones, de llevar el tiempo durante el cual se extenderá el trabajo del cartel, de ordenar la frecuencia de las reuniones, hacer circular el material de estudio, de organizar la presentación parcial o final de los resultados del pequeño grupo y de otras muchas labores fundamentales que podríamos calificar como administrativas.

Hay otra noción de «más uno» más articulada a su carácter de metáfora topológica. Esta es, con mucho, la más interesante y la más difícil. El más uno está llamado a mantener abierta la herida de la falta en el saber, que hace posible el funcionamiento como tal del cartel. Debe funcionar como causa del deseo de elaboración alrededor del objeto del cartel y del rasgo particular de cada uno de sus integrantes. Con todo, la dificultad de esta función estriba en la noción de transferencia. Hay una transferencia «ricitos de oro» que debe calcularse. Si el más uno es demasiado supuesto al saber, puede derivar el cartel en un seminario, si es demasiado poco supuesto al saber, queda confinado a su función administrativa. A veces esto puede bastar e incluso no obstaculizar en nada. Por el contrario mientras más saber se le suponga al más uno, más en peligro está el dispositivo de girar al discurso universitario.

¿Quiere decir esto que es mejor que el más uno sea un «don nadie» para sus compañeros? Eso depende. Si se trata de un cartel entre gente en formación que está más o menos esclarecida por su análisis, y que tiene clara su relación con la causa de su deseo, puede perfectamente ser así, pero si se trata de gente que se está aproximando a la escuela puede hacer falta un «personaje» para que la cosa marche. Aunque a veces he visto casos donde los cartelizantes nóveles, una vez que se enteran de lo que esta experiencia puede brindar, y no consiguiendo a un más uno disponible se cartelizan entre ellos, alrededor de las preguntas que se les suscitan. Es decir, no hay reglas generales, sólo orientaciones que van produciéndose por parte de los directorios y los órganos responsables de la marcha de la escuela, y entre ellos sobre todo, de los secretarios de carteles de las sedes o de la Escuela como tal.

Esta segunda función del más uno, que es la de acicatear un deseo de saber que sabemos siempre endeble y presto a cerrarse y encandilarse con el saber establecido, sea encarnado en un «personaje» o no, es una de las funciones analíticas más preciosas que pueden ocuparse en una escuela de la orientación lacaniana. Lo mejor de esta función es que a diferencia de la más administrativa que siempre tiene un nombre propio, circula entre los que conforman el grupo, de modo que en un momento alguien la ocupa para alguien más y luego este otro puede recibir un efecto de división por la intervención de un tercero.

Esta función propiamente analítica, que constituye la enunciación del nombramiento o elección de la figura del más uno, es la que empalma con un problema permanente, que establece una relación sintomática del lazo en el grupo. Y es que si bien Lacan en algún momento de su enseñanza dice que en la escuela espera todo del funcionamiento y nada de las personas, estas funciones que se ocupan en la Escuela son encarnadas por individuos, con un cuerpo, con una historia, con un recorrido más o menos largo o intenso de análisis. Están encarnados por una singularidad.

La experiencia entonces está articulada entre la función que es una forma del universal, y la singularidad de quien la ocupa. Desde el punto de vista de la función, en su doble acepción administrativa y matemática, lo vivo es una variable. Pero desde el punto de vista de lo vivo en lo que se encarna, la función es un lenguaje extranjero. En ese encuentro no queda más remedio que inventar un modo de hacer con la función que siempre será más o menos deficiente en relación con lo que se espera de ella. Siempre implicará un nivel de disfuncionamiento con el que hay que convivir, es decir, siempre emergerá un síntoma.

Puede este síntoma impedir la producción. El dispositivo está expuesto a ello. Puede ser la amistad entre los cartelizantes o entre algunos de ellos, la emergencia del amor como obstáculo. Puede ser la rivalidad. Puede ser la ritualización y el aburrimiento o, por el contrario, el exceso de informalidad. Puede ser cualquier síntoma de los que suceden cuando lo vivo se encuentra con la lengua que siempre será extranjera. Pero también el lazo que se constituye podría convertirse en algo esperado y deseado, en algo que permite poner en otro lugar un trabajo que si no habría que hacer solo.

Para lograr esto, el más uno debe servirse de lo que tiene disponible. El «personaje», el «don nadie», el que se está iniciando, el experimentado, el sabio, el que no cesa de preguntarlo todo, el que tiene complejo de inferioridad, o el que se cree mucho. El más uno está llamado a hacer lo que pueda con lo que tiene disponible para que la apertura no se cierre porque la finalidad del más uno es política. Quiere hacer existir la Escuela.

Los sujetos cartelizantes en tanto no ocupan esa posición pueden querer diversas cosas, pueden querer saber más, resolver problemas de su práctica, hacerse más importantes, se articularon por curiosidad, o sencillamente porque su hobby no está disponible en ese momento. El más uno sin embargo quiere que la Escuela crezca, que la causa prospere, que la peste se contagie. Está decidido a hacer prevalecer al discurso psicoanalítico entre los demás discursos un cartelizante a la vez. Disfruta la diversidad, pero está atento a que quien comete demasiados resbalones éticos pase de largo. Honestamente acepta las producciones que se van dando, pero sospecha de la satisfacción en el saber pleno.

En mi experiencia en los últimos años como más uno hay un más allá de la formalidad que no sé si es algo bueno como tal, pero es lo que ha pasado. No me desvelo porque se presente el cartel oficialmente, antes bien, es algo que puedo elaborar ahora, intento que la producción vaya en el sentido de una política de fortalecimiento de la escuela. Hay además una viralización de mi forma de relacionarme con la escuela en la que en cada espacio en la que tengo algo a mi cargo, trato de introducir el funcionamiento cartelizado con más o menos éxito, claro está. Es mi manera de lidiar con mi absoluta incapacidad para ser un buen jefe que delega el trabajo.

Hay algo cómico en estar a cargo de una actividad y que la cosa deje de funcionar y entonces llamar a una cartelización. Es como cuando alguien viene desesperado con la angustia y el malestar de sus síntomas y uno le propone hablar una vez por semana alrededor de media hora. Es la manera analítica de lidiar con lo que no anda, y en el caso de las instituciones, es la manera analítica de lidiar con el hecho inevitable de que las cosas decaen y salen mal.

Servirse del cártel puede ser un alivio a los efectos cáusticos del vínculo con los otros. Del mismo modo como el humor es la cara dulce del superyó, el vínculo con los demás en la escuela, que puede llegar a ser insufrible, tiene una salida en la cartelización. Eso puede hacerse mejor si uno es capaz de ocupar la función opaca del más uno para los múltiples aspectos contradictorios que hacen de uno mismo lo que parece ser.

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