Los ideales que rodean a la maternidad se sostienen en la nostalgia de una perfecta armonía que rechaza el hecho de que no solo el niño es otro distinto de su madre sino que cada uno de nosotros, la madre y su niño también, está separado de una parte de sí mismo por el hecho de que habla, y que allí donde lo imaginario supone posible la captura de un goce narcisista pleno, reside la angustia como índice de la distancia insalvable entre el ser y su existencia efectiva. La armonía buscada es vecina, en muchos casos, como señala Lacan, de la más oscura aspiración a la muerte. Madre y muerte, desde ese ángulo, no se oponen, como confirma la experiencia en algunos casos. La muerte es aquí la figura que suele tomar la amenaza de la desaparición del sujeto por el aplastamiento del deseo en la medida en que es inundado por un goce opaco más allá del principio del placer. Recordemos que la angustia de muerte, llamada a veces síndrome de pánico, es un índice de esta amenaza que se cierne sobre el sujeto nadificado, anterior a la emergencia del deseo y como defensa frente al deseo mismo, ya que este implica soportar una falta en ser y una excentricidad del yo por fuera de su dominio.[1]
Todo eso no impide que se sucumba a la ilusión de que es en la reunión con el seno materno que se encuentra la plenitud del ser. Y este ideal de maternidad no deja de ofrecérsenos aún hoy, precisamente porque, de manera concreta, y dado que no hay vida sin deseo ni angustia , la madre sea siempre, de un modo u otro, el objeto de reproches y rencores dado que es allí, en esa relación primera, donde queda verificado que no hay relación sexual. A menos que hubiera incesto, lo que sería fatal. De manera patente, el ser que nos trajo al mundo no podía garantizar ninguna armonía ni felicidad. Esa ilusión, sin embargo, no ha declinado como sí podemos verificar del lado de la función paterna; todo lo contrario, se ha exacerbado liberando a la demanda pulsional de sus límites. Lo que es válido también para las propias madres, nada modernas, en este sentido, dada su disposición a sucumbir a los imperativos sociales respecto de los cuidados que se le exige que prodigue al niño y de los que son los pediatras el primer vehículo, como es el caso cuando se alienta el amamantamiento hasta por lo menos los primeros años de vida o se favorece el colecho con el bebé hasta el año de nacido o aún más. La sociedad actual, por una parte, ve con malos ojos que los jóvenes permanezcan en sus hogares o en sus lugares de origen, incluso; por otra parte, en cambio, ensalza la devoción maternal con la que somete a las mujeres, alentando la ilusión de un goce fusional que, en buena cuenta, es la raíz de las adicciones. No se nos escapa aquí que el capitalismo salvaje desarraiga al sujeto para fijarlo mejor al objeto… de consumo.
Si ellas, las madres, también sucumben a este imperativo de goce que las empuja a ser toda madre antes que mujer, ¿cómo no ver aquí también el efecto de una revuelta contra la propia madre? La maternidad, sin duda, es la reedición de la relación con la propia madre y la oportunidad de re escribir lo que se ha sido como hija en las manos de la madre que se tuvo. Los más secretos anhelos y los fantasmas más opacos emergerán, a veces para rectificarse, otras, para dar curso al anhelo secreto de “poseer a la madre” que no fue posible colmar ni retener. La madre encarna lo perdido, la pérdida de lo que, realmente, nunca se tuvo. De allí que se trate de un empuje a lo imposible y que, como tal, transcurra, por más de una razón, bajo la sombra de la culpa.
Es por eso que importa discernir, en cada caso, qué ha sido la madre para cada uno, teniendo en cuenta que, de la madre, hay tres registros: imaginario, simbólico y real. Retomamos acá algunas indicaciones de MH Brousse al respecto[2]:
La madre imaginaria es la matriz de los objetos imaginarios, tal como se evidencia en el conocido relato de San Agustín: puede dar o rehusar los objetos de goce como símbolo de su amor; aquí se sitúa la frustración. La madre simbólica es la que encierra el enigma de un deseo que conduce a un tercero por fuera de la díada madre-hijo, -es lo que llamamos Nombre del Padre-, lo que se resuelve en la metáfora paterna mediante la cual se instala el sentido sexual: lo que la madre quiere es el falo. Por este artificio, el deseo de falo, el enigma de su deseo queda elidido y la madre desaparece en tanto que tal; su ausencia se constituye en matriz de un deseo, la madre es el objeto perdido cuya ausencia remite al falo, pero al mismo tiempo, y por esa misma razón, algo resta como un enigma, – si no desapareciese, no habría enigma-, aspirando a un sentido “real” que la respuesta según el sentido sexual, no termina de resolver. La madre real es la que viene a ocupar el lugar de La Cosa, Das Ding, porque ella es no toda fálica, no-toda sujeta a la Ley del deseo y la castración, Otro absoluto del sujeto que no puede ser resuelto por la cadena de las representaciones y, entonces, extraño, extranjero. En este sentido, La Cosa no es el objeto del todo perdido sino que empuja a un reencuentro y la madre tiende a ocupar, en primera instancia, ese vacío éxtimo. Pero, atención, no es que la madre sea, efectivamente, La Cosa, sino que ella viene a imaginarizar ese lugar situado entre lo simbólico y lo real, como por ejemplo en el caso de la histeria, cuyo rechazo hacia la madre proviene de la consistencia subjetiva otorgada a la figura del Otro gozador que su madre se presta a ocupar. Ello, porque la madre introduce un goce que no es del todo simbolizable. Otro del goce que evidencia que el Otro del significante, de los discursos, está incompleto y no es, realmente, ese Otro; no hay Otro del Otro así como la madre no es, tampoco, algún Otro en oposición al Otro del padre.
Jacques –Alian Miller lo resume de este modo[3]: “¿Qué sucede si la madre escapa a su rol de símbolo que responde, que entra en este cálculo? Desde el momento en que ella sale del símbolo, en que no responde a este aparato, a esta regularidad (a esta ficción, esta construcción conceptual), a partir de que sale, no tiene estatuto simbólico y no se sabe qué va a hacer. Es diferente cuando uno sabe perfectamente que el objeto va a regresar y que al Fort sucederá el Da. Pero si uno no lo sabe, ella se transforma en una potencia misteriosa, que puede dar o no dar, que puede venir o no venir, de tal suerte que sus objetos adquieren otro valor, no valen por ellos mismos sino como signos de amor”.
La mujer que deviene madre realiza entonces, en la experiencia, este encuentro fallido con un Otro supuestamente omnipotente e inalcanzable; una experiencia que contribuye a ensalzar su imagen pero que también se padece por no hallarse nunca del todo adecuada, y mejor así.
No quisiera terminar sin hacer antes una referencia a la figura de la madre cocodrilo de la que hemos hablado tanto en estos días. Esta vertiente de la madre, que acontece cuando su deseo como mujer es abolido por la figura de la madre, no solo es vigente sino que, como dije antes, es alentado por el entorno social y por los pediatras en particular, siendo que, de manera patente, favorece el vínculo incestuoso entre madre e hijo. ¡Y qué sería un vínculo incestuoso sino la abolición del campo del deseo, siempre errante, por el campo del goce, tormentoso pero fijo, inmóvil? Recordemos que la prohibición del incesto es doble: No poseerás a tu madre, le dice al hijo, y no reincorporarás tu producto, ordena a la madre. Se dirá que, por tratarse de un imposible, esta Ley impronunciable es vana, o que el lenguaje introduce la castración haciendo innecesaria la Ley, lo cual no deja de ser cierto. Pero que el niño es un objeto pulsional que muchas veces sustrae la libido la mujer que es madre al punto de rechazar todo contacto sexual o que esta pierda importancia ahora que ella se dedica al cuidado de su bebé, es una experiencia muy común y que las propias mujeres, cada una a su modo, resiente. La maternidad exige un reacomodo de la organización libidinal y no es raro que los hijos, como objetos condensadores de goce que efectivamente son, en la medida en que saturan la falta que constituye específicamente el deseo, absorban al sujeto deseante. Las cosas se agravan cuando el padre se suma al maternaje y él también vuelca su libido insatisfecha al niño de la pareja, que de ahora en más se convierte en la razón misma de la mantención de la pareja.
En mi opinión, dos vías vuelven a abrir la distancia entre la madre y la mujer. Una primera es el amor sexual, que no implica en absoluto que la pareja demande la satisfacción sexual sino que consiga que ella, apelando a las claves del amor, abra la puerta. Será el amor y no la demanda sexual lo que permita que, como señala Lacan en alguna parte, el goce condescienda al deseo.
La segunda vía es la aparición de la sexualidad en los hijos. Cuando se hace patente que él tiene un cuerpo que goza, aparece de manera clara su alteridad, siempre que la mujer que hay en la madre no rebase ciertos límites, cuestión nunca del todo garantizada, por cierto. Es precisamente por esa razón que, llegada la adolescencia, algunos padres intentan cercenar la vida sexual de sus hijos puesto que saben, por propia experiencia, que será en gran parte por este motivo que los hijos dejarán de ser propios, si acaso alguna vez lo fueron.
Pero también puede ocurrir que lo imposible sea insustituible, perfilando un horizonte de soledad y muerte; toda madre puede ser “infanticida”, en el sentido amplio de la palabra.
NOTAS
- Viene bien aquí recordar este poema de Pier Paolo Pasolini:
“Súplica a mi madre”
Es difícil hablar con palabras de hijo
Cuando en el corazón bien poco lo parezco.
Tú eres la única en el mundo que sabe de mi corazón
Lo que siempre ha sido, antes de cualquier amor.
Por eso lo que debo decirte es horrible
Es dentro de tu gracia que nacen mis angustias,
Eres insustituible, y eso ha condenado
A soledad la vida que me has dado.
Y no quiero estar solo, tengo hambre infinita de amor.
De amor de cuerpos sin alma.
Porque el alma esta en ti
Pero tú eres mi madre y tu amor es mi esclavitud.
Toda mi infancia he sido esclavo de este alto
Compromiso; inmenso; irremediable.
No habría otra forma de sentir la vida
Ni otra perspectiva; pero ya se acabó.
Sobrevivimos con el desasosiego de la vida
Que se rehace por fuera de la razón.
Te suplico, ah, te suplico no quieras morir.
Estoy aquí: solo contigo, en un futuro abril…
Pier Paolo Pasolini
De: “Poesia en forma de rosa”, 1964
Traducción de: Juan Antonio Méndez
Ed. Visor Libros, 2002
ISBN: ISBN: 978-84-7522-163-7
Disponible en: https://trianarts.com/pier-paolo-pasolini-suplica-a-mi-madre/ - Cf: Marie-Hélène Brousse, « La mère dans la psychanalyse », Quarto, n° 47, mai 1992, p. 25-33.
- JAM« La logique de la cure du Petit Hans selon Lacan », p.111.