En diversos contextos, escenarios y momentos J.-A. Miller se ha referido al tema de la inquietud por el psicoanálisis, por su pervivencia o desaparición. Se refiere a diversos problemas con relación a esto, pero sitúa como condición de su aguante (es su expresión) “al acceso que brinda a lo real de la existencia”. De qué manera situaciones como esta pandemia que estamos viviendo nos exige, justamente, mantener esa orientación.
Es interesante que no encontremos en la obra de Freud (al menos yo no la encontré) alguna mención explícita al impacto o consecuencia de la pandemia de “Gripe española” sobre las condiciones de la práctica en aquel momento, más tomando en cuenta que una de sus hijas, Sophie, su favorita según se dice y madre del niño del Fort-Da, murió de neumonía por causa de la misma.
Si bien la práctica analítica se desarrolla siempre en la contingencia, hemos podido experimentar en estos dos años diversas aristas de la particular contingencia que nos ha tocado vivir: el efecto en cada uno según su singularidad; su carácter global, distinto a la contingencia singular, la puesta en cuestión de todo Sujeto supuesto Saber y sus efectos, que vivimos, por ejemplo, en lo que pasa en diversos sectores de la población en muchos países en cuanto al tema de las vacunas.
Con respecto a la práctica misma, en un primer momento la actual pandemia puso al debate la cuestión del uso de los medios virtuales como recurso para sostener las curas que se venían conduciendo, interrumpidas como efecto de las medidas sanitarias adoptadas por los gobiernos. Expresada de diversas maneras, la pregunta que atravesaba el debate se enunció en el sentido de ¿Es posible el psicoanálisis cuando el encuentro en la presencia física de los cuerpos del analizante y el analista no es posible? O también, y quizás de manera más precisa: ¿Es posible, en el uso de medios y dispositivos virtuales, el acceso a lo real? Diversas respuestas y elaboraciones animaron este debate. Las posiciones y argumentaciones se distribuyeron en un espectro amplio [que iba desde las que podrían expresarse como un “No, de ninguna manera”, hasta las que creyeron ver en la ocasión la posibilidad de lo que consideraron una renovación de la práctica, puesta al día con respecto a los recursos técnicos] e incluyó el hecho de que muchos colegas -entre los que nos contábamos los miembros de este cartel- mencionáramos que en ciertas condiciones ya hacíamos o habíamos hecho uso de lo que los dispositivos y posibilidades tecnológicas ponen a disposición en estos tiempos. Lo que apareció como novedad y que animó el debate fue la posibilidad o la necesidad de servirnos de ellos para la práctica regular con muchos analizantes durante un período cuya duración era y sigue siendo incierta, aunque hay condiciones y circunstancias que han variado.
La situación tocó de manera directa uno de los principios rectores del acto analítico redactados por Éric Laurent a partir de una propuesta de la entonces Delegada general de la AMP y del trabajo adelantado por los Consejos de las distintas Escuelas de la AMP. El primero de dichos principios señala de entrada, en forma explícita, que: “El psicoanálisis es una práctica de la palabra. Los dos participantes son el analista y el analizante, reunidos en presencia en la misma sesión psicoanalítica”.
Sin duda esta presencia, destacada de manera especial, no recoge simplemente la tradición, sino que deja leer que hay una dimensión y una función del cuerpo mismo en juego en el acto analítico. Freud instituyó la regla de abstinencia para limitar algo de los efectos de dicha presencia, pero es un hecho que aunque se sirvió en algunas ocasiones de las correspondencia escrita con algunos de sus pacientes, nunca consideró que este medio, por ejemplo, podría sustituir el encuentro.
Es posible considerar que el tema de la presencialidad puede ser articulado con los asuntos esenciales que introduce la última enseñanza de Lacan con el pasaje de lo simbólico a lo real, con aquello que lleva, según lo expresa Miller, del psicoanálisis sólido al psicoanálisis líquido o también, del análisis del sujeto al análisis del parlêtre.
En Los usos del lapso, J.-A. Miller plantea: “…el analista con su presencia, encarna algo del goce, la parte no simbolizada del goce. (…) y de la que se puede decir que el testimonio es la presencia del analista en carne y hueso. (…) El analista está a título de su encarnación y no del saber que tendría, del saber inconsciente del sujeto”. (Miller, 2004).
Entiendo esto en el sentido de que siendo lo esencial la presencia del analista en cuanto deseo del analista encarnado en su acto, hay finalmente algo que requiere, por poco que fuera, de su presencia física.
Por supuesto que no se trata solo de la presencia del cuerpo en la sesión. Ya en “La dirección de la cura…”, Lacan lo había señalado de manera explícita: “…que se confunda esa necesidad física de la presencia del paciente en la cita con la relación analítica, es engañarse…”.
Al leer los testimonios de los AE, muchos de ellos dan cuenta de que la precipitación del final del análisis y la conclusión del mismo estuvieron anudados al acto del analista que, en la más absoluta contingencia, toca el cuerpo.
Traigo dos ilustraciones
Ram Mandil en su primer testimonio, Conjunto vacío, señala: “Puedo localizar el desencadenamiento de la conclusión del análisis a partir de una intervención del analista.
Como era habitual, entro en su consultorio con mi mochila, siempre cargada. Antes incluso de que pudiera recostarme en el diván, el analista señala mi mochila y dice: “voici le sac à dos du clandestin, toujours lourd” (he aquí la mochila del clandestino, siempre pesada…). [Es importante conservar la expresión francesa sac-à-dos, que resuena con el saco] El efecto de sorpresa de la intervención me hace desviar de todo aquello que había pensado decir en esa sesión. Y abre la posibilidad de considerar la articulación entre el síntoma, el fantasma y el goce allí encerrados. Sí, el clandestino carga consigo una mochila pesada. Es él mismo quien transporta la jaula, la burbuja, el escondite del cual se queja por no encontrar la salida”.
Por su parte, Irene Kuperwajs, también en su primer testimonio, Tomar la palabra, nos enseña:
“Último episodio”
Estoy en la sala de espera de la analista…veo que despide a alguien…es mi turno.
La sigo por el pasillo de siempre, pero ella ingresa a la biblioteca. Entro al consultorio y espero sentada en el diván.
Pasan los minutos, muy inquieta, pienso “me dejó sola”.
De repente, una voz de trueno se dirige a mí. “Y vos, ¿qué hacés acá?” Muy turbada intento explicarle que creía que me había indicado pasar…y me encontré hablando sola…Y que previamente pensaba en que últimamente no pasaba nada…
“Esto es lo que pasó” -agrega. Fin de la sesión.
El efecto de esa sesión me duró bastantes días; cuando vuelvo digo que quiero hablar del episodio último.
“El último episodio” -repite.
Me río, entendí que ¡era el último episodio de mi novela analítica! Me había fabricado mi propio acontecimiento imprevisto.
Entré sin que me llamen y me voy sin que me echen, podría decir, siguiendo el famoso refrán. El último episodio fue empujado por un acto conclusivo, que conduce a una decisión y a una sensación de certeza inédita. Fue una manera de poner en acto la destitución del Otro y el encuentro con ese agujero.
El “¿vos que haces acá?” me resonó en el cuerpo; se trataba de mi voz resonando en el vacío del Otro…y de mi consentimiento a salir.
En otro contexto, encuentro también paradigmática en este sentido la intervención de Lacan con Suzanne Hommel, a propósito de una emergencia de angustia, que transforma un único significante de su discurso, “Gestapo” en el acto de un “gest à peau”, con las consecuencias que esto tuvo para ella.
Insisto en que se trata de la presencia del analista y de su deseo, articulados en la más absoluta contingencia, pero que solo fueron posibles por esa presencia del analista que no solo está allí en carne y hueso, sino que anuda algo del goce de ese cuerpo hablante que se escapa más allá de lo que enuncia.
En mis analizantes, con alguna excepción ligada a condiciones singulares, constaté el deseo de regresar al contacto presencial. Diversas expresiones de la pregunta ¿Cuándo volveremos al consultorio? Todos ellos reconocieron lo importante de haber podido contar con el recurso virtual durante el confinamiento, pero cada uno, de manera singular, expresaron no querer prolongarlo cuando ya no era absolutamente necesario.
En la primera sesión presencial luego del confinamiento, uno de ellos expresó: “Aquí hay más presencia. Por el teléfono es como más fácil esconderse, decir y decirse mentiras”.
Otro señaló: “Hay ciertos momentos en los cuales, al hablar de algunos temas, siento, por ejemplo, que se me oprime el pecho o se me agita la respiración. Es algo que no ocurre con las consultas virtuales. Sin duda han servido, y veo efectos, pero la presencia es diferente”.
Y otro más, aparte de señalar lo que desplazarse al consultorio representaba para él en cuanto un corte con la rutina, destacó en su caso la importancia de la gesticulación (“soy muy gestual. Yo hablo con las manos”) que se pierde para él en la conexión virtual.
Cada uno de ellos en su vertiente singular da cuenta de que ese cuerpo que en el decir de Miller “el sujeto arrastra tras suyo, y que le es tan querido” está allí afectado en la copresencia de los cuerpos en la sesión.
Con relación a la circunstancia precipitada por la actual pandemia, Miquel Bassols señala que un mayor recurso a los medios virtuales hace que se revele de manera más apremiante la importancia de la presencia real como condición de la experiencia psicoanalítica.
Considero que esto vuelve a señalar la importancia de lo que la expresión “hablar con el cuerpo” implica. En especial, porque es lo que está en el centro de la cuestión en la última enseñanza de Lacan. Porque, como lo puntúa Miller con relación al cuerpo: “Ese cuerpo no habla sino que goza en silencio, ese silencio que Freud atribuía a las pulsiones; pero sin embargo es con ese cuerpo con el que se habla, a partir de ese goce fijado de una vez por todas”.
Hablar con el cuerpo, nos dice Sergio Laia, no es simplemente considerar que el cuerpo habla y se puede “dialogar” con él, “terapeutizarlo” […] es sobre todo lo que cada uno de nosotros hace, afectado diversamente por las experiencias de lo que viene de los cuerpos, recurriendo a los síntomas. En esta última acepción, hablar con el cuerpo no es diálogo, … es mucho más un soliloquio … que cada uno emprende a lo largo de la vida, pero de un modo sordo y que, aunque afectándole, no deja de serle inaudible. En esa concepción de “soliloquio inaudible por quien lo emprende”, hablar con el cuerpo evoca lo que Freud nos legó como “gramática pulsional” y la concepción lacaniana de pulsión como “en el cuerpo, el eco del hecho de que hay un decir”.
Un soliloquio que para hacerse audible requiere del encuentro y la presencia del analista y, en ciertos momentos, también de la presencia de su cuerpo.
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