En el esfuerzo de formalizar la idea del vacío fue inevitable toparse con una contradicción intrínseca a la tarea misma, el vacío no se puede conceptualizar, al menos no completamente desde la dimensión de la palabra. Lo simbólico estructuralmente nos permite acceder y representar un sentido, un semblante, una articulación, pero no alcanza con sus medios para adentrarse en las particularidades mismas del vacío, si su examen es posible es a condición de incluir tanto su dimensión de sentido como a su vez su dimensión de agujero. Al estar más allá de las posibilidades del par S1-S2 su aproximación simbólica alcanza su límite cuando se encuentra en el borde de lo Real, he ahí su interés para la experiencia psicoanalítica, cuando acontece eso que no mantiene amistad con la palabra, es eso que cuesta llevar al análisis, aquello que puede objetar la elaboración, oponerse a ella, ser justamente el reverso de la regla fundamental, eso que puede expresarse en la cura como resistencia o bien como lo no escrito aún, ser algo anterior a cualquier esfuerzo de simbolización.
En el recorrido del cartel fue oportuna la idea oriental del vacío y las coordenadas que siguió Lacan en este tema. No queda claro que Lacan se interesara puntualmente en esta dimensión, pese a que está implícita en toda la cosmovisión oriental de la cual si se ocupó, principalmente en la segunda parte de su enseñanza, en la época en la que se encontraba en la búsqueda de un discurso que no fuera del semblante, algo menos cercano a la simbolización, distanciándose de la verdad mentirosa del sujeto y más próximo a la experiencia de lo Real del parlêtre.
En parte, entiendo el interés de Lacan por lo oriental y particularmente por la escritura poética china, por su semejanza con la escritura del nudo Borromeo, ya que ambas son funcionales para aproximarse a lo que Miller llama “la representación de la estructura del hombre”, ambas cuentan con un modo de operar que es autónomo respecto de la palabra. Precisamente, la letra oriental tiene esa particularidad en su morfología semántica, en sus ideogramas y su combinatoria, consigue una manera de representar el vacío, ya sea con su caligrafía, en la expresión artística, como con su escritura poética y por qué no decirlo en la vida cotidiana misma. Un modo para encontrar una manipulación de los usos del sentido para poder tocar algo del goce, es decir, poder manipular el vacío para habilitarlo, darle un uso más allá de las significaciones, hacer de ello un vacío operativo y dinámico. En fin, darle uso a lo inútil del goce, eso que no sirve para nada.
La experiencia analítica está atravesada por la dimensión del vacío, la encontramos regularmente en diversos momentos de la cura, desde la entrada hasta la salida. Por tanto, al analista le compete darle lugar y saber habitarlo, utilizar su vivacidad para animar los vientos del análisis y dejarse llevar por él, siguiendo las vueltas de la experiencia del analizante. Sin embargo, esta empresa no carece de problemas, dado que el vacío no tiene amistad con las palabras, al no hacerle pareja el significante, es más bien una experiencia que no se arraiga en el sentido, más bien se organiza en torno a una expropiación del sentido, cito: “vacía de sentido al ente que persevera en sí mismo, que se aferra a sí mismo o se cierra en sí”[1]. Su movimiento tiende a ser deslimitador, hunde una apertura que introduce un agujero que anuda la discontinuidad. El vacío es en palabras de Bodhidharma[2] ”una tradición especial fuera de los escritos, independiente de la palabra y de los signos…”. Esta distancia respecto del lenguaje y al pensamiento conceptual conlleva una escasez de palabras para referirse a él, por ello, pertenece más bien a la dimensión del uso más que el de la significación. Su uso se corrobora en el juego enigmático de la palabra, en la que prevalecen formas inusuales de la comunicación, donde más bien la emergencia de un decir brilla mediante el no decir o por la amplitud y profundidad del silencio, o bien, en el no actuar o en su símil el dejar que las cosas acontezcan, sin forzar las cosas para que sucedan. Cabe señalar, que el vacío no prescinde de las palabras, las habita recíprocamente en un proceso de inclusión, de disolución conceptual, más bien subvierte al sujeto, impide que el individuo se atrape en sí mismo. Expresa un acontecer dinámico que sin mostrarse a sí mismo en algo, soporta, acuña, determina y transforma. Participa de lo indecible de la experiencia o de lo no inscrito aún, aquello que más bien está por advenir, que puede pertenecer al reino de lo neuménico o lo que toca al reino de lo fenoménico[3].
La escritura oriental será para Lacan un instrumento, un bisturí, que le permitió llevar a cabo un esfuerzo para incluir algo que comparte la cosmovisión oriental y la poesía, la idea de que en el acto de escribir a la vez que se simboliza, también se introduce un agujero y con ello una discontinuidad. Es desde esta discontinuidad del sentido que la cura avanza y con ello la destitución del sujeto, siendo una manera posible para el acto analítico la de introducir un vacío. Siguiendo a Miller, en el Ultimísimo Lacan, es el modelo que tiene para el acto, lograr tocar el corazón del goce sin el uso de la palabra, que tiene la capacidad de tocar el cuerpo sin pasar por la dimensión de la verdad, es principalmente la función del corte en la experiencia analítica.
Ese es uno de sus rasgos fundamentales, el vacío causa al sujeto, le es transitorio e inconsistente pero no por ello no existe, está ahí, es palpable, sólo que no puede ser simbolizado por una cuestión estructural, es aquello que Lacan formalizó a través de su idea del objeto a minúscula, objeto que causa al sujeto pero que en paralelo le es indecible. He ahí donde se brinda el vacío a la tarea del analista, el saber darle un uso, saber habitarlo y con ello maniobrar con él, al modo de la escritura oriental, aquellos ideogramas que son capaces de soportar el vacío, que en su escritura evocan eso que une y que se sostiene en el silencio, como el analista, que en su función hace posible la experiencia de un análisis, sobre todo cuando el trabajo analítico se topa con el agotamiento del sentido, con los límites del desciframiento y el encuentro con la repetición. Es en este momento por excelencia que saber hacer con el vacío toma relieve, cuando acontece la dimensión de la no relación sexual, ya que, a través del corte es posible subvertir al sujeto y tornar activo al objeto. En fin, se trata de ese vacío mediador, que Lacan comentará en Lituratierra, cito: «Entre centro y ausencia, entre saber y goce, hay litoral que sólo vira a lo literal si pudiesen, a ese viraje, considerarlo el mismo en todo instante. Solo a partir de eso pueden ustedes considerarse como agente que lo sostiene»[4]. De esa manera es posible realizar un corte que hace resonar otra cosa que el sentido, se hace resonar una pura significación vacía, ecos en el cuerpo, momento en que saber hacer con la huella del objeto perdido es transformar activamente esa pérdida en anulación de las significaciones, pura dimensión de escritura que permite inscribir el goce perdido.
Finalmente, como saldo de la experiencia de cartel me queda un agujero, cristalizado en la pregunta por lo que sostiene la mano del analista en su corte/acto. Sabemos por las disancias lacanianas que se trata de su ética, quedará como vacío operativo la pregunta a bordear de qué ética se trata.
Enero 2019.
NOTAS
- Han, Byung – Chul. Filosofía del Budismo Zen, página 58, Ed. Herder, 2015.
- Bodhidharma es el fundador del Budismo Zen.
- Cheng, Francoise. La Escritura poética China, página 13, Ed. Pre-textos, 2006.
- Lacan, J. Lituratierra, en Otros escritos, página 25. Ed. Paidós, 2016.