Una escuela. Una escuela implica la enseñanza de un maestro, en nuestro caso: Lacan. E implica alumnos. Todo, más o menos, marcha sobre ruedas, mientras el maestro enseñe y los alumnos quieran el saber de ese maestro. Después, si el maestro muere, queda su enseñanza –escritos, seminarios, conferencias. Y el movimiento recomienza: enseñanzas sobre la enseñanza del maestro, en la medida en que alguno, o algunos, se hagan destinatarios de esa lettre. Hasta aquí, no habría mayor diferencia con la figura del pastor y su relación con los evangelios, la palabra de Dios. Es bueno explicitarlo, porque siempre está el riesgo de deslizarnos muy suavemente hacia la religión.
Una buena pirueta sería decir que, en una escuela de psicoanálisis, un maestro no revela, demuestra. La pregunta se cae de madura: ¿qué demuestra? lo imposible. Menuda tarea, porque requiere partir de un impasse, lo que se dificulta si habitamos el reino de lo posible, si nos la pasamos cantando a las infinitas posibilidades de lo que Lacan alguna vez dijo.
Otra pirueta sería decir: el maestro no es alguien, es un lugar; y con eso aspiramos a anular ese pegoteo que es la transferencia con alguien, con un maestro. Porque el psicoanálisis, sus textos fundamentales, sus ideas, sus conceptos no vienen del aire, sino de un cuerpo, una voz, una presencia; aunque en este tiempo se ha comenzado a pensar que pueden reemplazarse por una imagen de computadora.
Pero, sin dudas, la acrobacia más sofisticada, conforme al genio de Miller, sería pasar de la transferencia (con un maestro) a la transferencia de trabajo. Afirmaría que, en eso, se nos va la vida… de escuela.
No paso tan rápido, me quedo un paso atrás, para pensar, interrogar, la transferencia al maestro. La transferencia es, al mismo tiempo, el éxito y el fracaso de una escuela. Como el guitarrista Paco de Lucía dice sobre la guitarra: “me encanta, es mi pasión, pero a la vez, es la que me mata”.
Si me sirvo de la metonimia de los juegos de lalangue, voy del maestro al máster, y del master al amo. El maestro es amo. No hablo de nadie, hablo de mí, ¿por qué no?, cuando hago del otro, alumno. Es muy sutil, “inconsciente” diría. Y no me preocupa que ocurra cuando, efectivamente, enseño. Me preocupa que me acontezca en la escuela, precisamente cuando olfateo que no hay El analista, entonces, silencio al neófito con lo que creo saber, o adoctrino al colega con el fragmento de la teoría con el que estoy obsesionado. Como Paco de Lucía con su guitarra, enseñar en la escuela es pasión, pero a la vez, mata.
Otro hecho constatable es que los supuestos alumnos no siempre lo serán. Advierto que no reconozco aquí la posición con la que el neurótico obsesivo trastoca la dialéctica de Kojève: en tanto esclavo “con pretensiones”, para esquivar su propia muerte, espera la del master con el propósito de ocupar su lugar, sin saber que es él mismo quien estira esa espera hasta el infinito. Si los alumnos no siempre lo serán, es porque la auténtica posición analizante –la que se espera de quienes habitan una escuela de psicoanálisis– forja un decir. Empezar a tomar la palabra, autorizarse, no responde tanto a la identificación con algún falo imaginario como a la búsqueda de un peculiar arreglo para lo sintomático. En los casos de analizantes que ejercen el psicoanálisis y habitan las escuelas de orientación lacaniana, se comprueba este paso a un decir propio que toma muchas formas.
Señalé que el maestro es amo. Otra cosa sería decir que es amor, pues debería ser capaz de ofrecer su nada. Cuando consiste demasiado como maestro, hace pareja con la posición histérica, que le demanda deseo. La posición histérica, si bien incomoda al que pretende gobernar, enseñar o psicoanalizar, tiene su utilidad: des-burocratiza. Aunque no podemos desconocer que, cuando se perpetúa, impide el discurso analítico.
No se me escapa que, lo que aquí escribo, es una ficción para hablar del malestar en la escuela, a ver si consigo atrapar un real, pasar de las “grietas” a la falla. No me hago ilusiones con lo que escribo. Lo que hoy escribo, mañana es desecho. Cómo quisiera algún día escribir algo que permanezca, que permanezca para mi vida. Aunque a este cartel, los colegas de Guayaquil me invitaron por algo que había escrito. Nos constituimos en cartel precisamente porque no buscaban ningún mas-ter, simplemente un más-uno.
Conclusiones:
- No hay escuela sin enseñanza.
- No hay enseñanza sin deseo.
- La enseñanza produce transferencia.
- La transferencia genera demanda de amor e histeriza. Es decir que, toda transmisión exitosa, desemboca en el infierno transferencial. De allí que la transferencia deba circular, por ejemplo, con lazos que exceden la comunidad local.
- El “equilibrio” que podría suponerse entre enseñante y enseñado es inestable, dura hasta el despliegue de la transferencia.
- El lazo asociativo llamado “escuela” contraviene la identificación de cada uno con estos lugares (enseñante/enseñado) con su principio de “permutación”. Si Miller dice que en una escuela de psicoanálisis todo es de orden analítico, podríamos agregar que todo permuta.
- Uno jamás debe creerse el lugar que ocupa. Es mucho más fácil decirlo que realizarlo. En el caso del lugar del maestro, del que enseña, la dificultad surge cuando, habiéndose identificado al saber que extrajo de su propia experiencia, lo eleva al comando, con el riesgo de deslizarse así al discurso universitario.
La escuela es el espacio para un encuentro, no entre enseñante y enseñado, no entre maestro y alumno; sino de aquellos en quienes se ha precipitado una conclusión y aquellos que se han constituido como pregunta. Ambas posiciones no son complementarias, producen desencuentro: el tiempo de uno, no es el de otro; no se recibe lo que se espera, no hay relación sexual. Se oscila entre ellas.
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